Normalmente mis dilemas derivan de una forma racional de
comprender las simplezas en un mundo complejo. Buscar la lógica de lo diáfano y
lo tenebroso, incluso su mezcla confusa. El bien o el mal, tan separados por
una delgada línea subjetiva. Los pobres, los ricos, los guapos, los feos, los no
tan buenos, los no tan malos. Los coches caros, los restaurantes baratos, el
precio justo de las cosas. Un mundo excesivamente clasificado, ordenado,
imperfecto. Una pirámide que va desde abajo hacia arriba y culmina en el lujo.
¿Y qué es el lujo?
El lujo puede devenir de la abundancia de demanda hacia tal
objetivo, todos lo quieren, todos lo desean, quien si lo mima, quien no lo
recela. Tal vez sea inocuo, sin pecado capital, sin lujuria ni avaricia. No obstante, el otro lujo, que es igual pero
diferente, se origina de la escasez, que casi nadie lo tiene, tan difícil de
encontrar, tal diamante en Francia, tal agua en Somalía. Y es que de lo poco que existe en este mundo, se lo acaban llevando quién mucho tiene. Concluyendo, tenemos un lujo con dos
definiciones, pero no soslayo esta disyuntiva, pues aunque me lleve a dos
caminos, me quedo con los dos.
Me quedo con los dos, porque los dos se encuentran en ella, tan deseada, tan mimada, tan recelada, tan única, tan original. Siempre libre y atrapada. Siempre aventurera y calmada. Siempre ambigua
y precisa. Siempre diferente. Siempre, siempre diferente. Esa fuerza de ser principio de las cosas, no le gustan los finales. Conserva su riqueza porque emana de sus entrañas, de una regalada séptima costilla y de
la galardonada octava, octava maravilla. No solo hace benefactor a quien lo adquiere,
porque ensimismada nació afortunada e irresistiblemente es a la misma vez el cofre y el oro, pues lleva ese tesoro consigo. Un lujo que no se puede poseer, solo tendrás la mera posibilidad de
compartir, si te elige... Y entonces florecerá en ti un manantial de aguas y diamantes, donde solo podrás decir qué lujo, qué mujer, qué dilema.